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HISTORIAS DESTACADAS
Yo era un católico de cuna en el sentido de que nací en un hogar en el que mis padres se consideraban vagamente católicos en virtud de su propia educación. Me bautizaron en la Iglesia católica. Mi contacto con el catolicismo fue de afecto desde una edad temprana. Realmente amaba a la Iglesia y había algo inexplicablemente majestuoso en ella para mí. Recibí los sacramentos de la sagrada Eucaristía y la Confesión en cuarto año y me hice monaguillo de la misa. Y eso me encantaba. Era tan fascinante. Me encantaba estar en la Iglesia. Incluso de niño sentía esta paz y asombro y maravilla sobre Dios.
Al final de mi quinto año, mi papá decía que era ateo mientras que mi mamá probablemente era, como mucho, agnóstica. Y nos enviaban a mí y a mi hermana a misa los sábados para la vigilia y luego volvíamos a casa caminando, mientras mis padres se quedaban en casa. Mis padres estaban realmente batallando, creo, en ese momento con su matrimonio. Mi papá decía que luchaba contra la depresión y la preocupación y ese tipo de cosas, pero acabó salvándose en el sentido evangélico de la palabra. Simplemente tuvo — sin lugar a duda — una experiencia radical con Dios que le cambió la vida. Como resultado de ello, empezó a ir a una iglesia pentecostal. Mi mamá también “fue salvada” y tuvieron, lo que yo diría que fue, una experiencia anticatólica. Apenas me dejaron ir a misa durante un tiempo, pero justo antes de la confirmación de octavo grado, informaron a la parroquia que nuestra familia ya no era católica. Continué en la escuela católica, pero no me permitieron seguir en la práctica católica.
Cuando llegué a mis veintes, sufrí un gran alejamiento espiritual de Dios y cierta confusión, pero seguí participando porque ése era mi círculo de amigos. El pastor de aquella iglesia de entonces sigue siendo hoy un pilar en mi vida. Es casi como un segundo padre.
Pero entonces, años más tarde, asistí a una boda en el Dulcísimo Corazón de María, cerca del Eastern Market de Detroit. Creo que faltaban unos diez minutos para el comienzo de la misa. El organista estaba tocando algo suavemente a través del conjunto de tubos dispuestos en la parte trasera del balcón y un servidor estaba encendiendo todas las velas.
Mientras contemplaba la belleza de la iglesia, aprecié la intencionalidad de los católicos a la hora de expresar la belleza física y hacer del culto estético una prioridad. Y fue a partir de esta apreciación cuando empecé a sentir que algo se movía sobre mí. Quizá fue más bien algo que brotaba desde dentro de mí o quizá fueron ambas cosas. Pero me di cuenta de que Dios estaba presente conmigo de nuevo. Sentí una certeza incomparable de la cercanía de Dios en mi mente, mi espíritu y cada fibra física de mi ser, como si estuviera hasta en las moléculas.
Me estaba quedando sin aliento y las lágrimas venían a mis ojos. La intensidad crecía. Dios se acercaba. Era una intensidad que me envolvía. Crecía dentro de mí y a mi alrededor, pero más aún... sobre mí. Me incliné hacia adelante y miré al suelo, preguntándome por qué estaba ocurriendo esto. Cerré los ojos y pregunté: “Señor... ¿qué pasa?”.
Entonces, ese susurro familiar, que no se oye con los oídos, sino con el alma. Respiró: “Sabe que estoy aquí”.
En ese momento, el órgano alcanzó todo su volumen al comenzar la procesión. Todos se pusieron de pie. Y yo les seguí, aún sin aliento y bajo la influencia de la presencia de Dios. Me golpeó una convicción muy profunda de unirme a la misa. Empecé a dudar, pensando: “Pero... ya no soy católico”. Entonces el sacerdote dijo: “Comencemos nuestra celebración, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Palabras que fueron acompañadas de un gesto: la Señal de la Cruz. Por primera vez en décadas, me uní a los católicos presentes y me persigné, prácticamente sin pensarlo ni proponérmelo.
En ese momento, hace casi cinco años, supe que todo era diferente. Supe que mi camino me llevaba a un lugar que yo no había planeado, ni siquiera imaginado. Personalmente, me encontré atraído por la Eucaristía de formas inexplicables. Busqué la confesión y siempre que tenía la oportunidad, comencé a acudir a misa en una parroquia local.
Incluso en mi vida laboral, el Señor estaba utilizando una relación profesional que había desarrollado durante la última década con la escuela preparatoria Detroit Catholic Central, como un poderoso medio para dirigir mi atención espiritual de nuevo hacia Su presencia en la Iglesia.
Entre estos factores y muchos otros, me di cuenta de que estaba atrapado por una fuerza gravitatoria de regreso a mis raíces católicas que no pude ignorar por mucho tiempo. Y así, hace unos años, y por la gracia de Dios, regresé.
Y Dios, al parecer, no carece de un maravilloso sentido de la ironía al respecto. El año pasado, y con la guía del párroco de mi parroquia, el padre Joe Malia, recibí el sacramento de la Confirmación, uno de los dos adultos junto con otra clase de octavo grado, casi cuatro décadas después de mi clase de octavo grado.
Me retiré a los pocos meses de eso, pero mi relación con Catholic Central perduró, ya que ellos estuvieron animando mi regreso a la Iglesia durante todo el camino. Y con mi vida profesional concluida, mi vida vocacional comenzó, enseñando teología e historia de la Iglesia, como parte de la familia de Catholic Central y de la misión de Dios a través de ella.
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VIVE LA EXPERIENCIA
Jesús está realmente presente. Jesús siempre está contigo. Siéntate en su presencia y ábrete a su voz.