Hasta la próxima
HISTORIAS DESTACADAS
Nací en una familia católica en un pequeño pueblo al sur de México. He experimentado los altibajos de la vida, como suele suceder. Al igual que otras familias, hemos tenido momentos alegres y tiempos difíciles. Sin embargo, agradezco a Dios por darme una hermana menor y unos padres maravillosos. Íbamos juntos a Misa los domingos y, a los 5 o 6 años, cada vez que escuchaba la canción "Pescador de hombres" durante la Misa, sentía un nudo en la garganta y se me llenaban los ojos de lágrimas. Aunque en ese momento no era consciente, Dios me estaba sonriendo y llamando por mi nombre.
A esa edad, me cuestionaba constantemente por qué estamos en este mundo. Crecí con muchos miedos que me causaron heridas profundas y trastornos más adelante en mi vida. Durante la adolescencia, me sentía muy insegura e incómoda con quien era. No podía apreciar el valor de mi alma, de mi corazón y de todo mi ser. Me sentía la mujer más fea del mundo y comencé a obsesionarme con mi apariencia, mi pelo y la moda. Después de terminar mis estudios como técnica textil, tuve mi primer novio y empecé a ir a fiestas, a consumir alcohol y a tener relaciones sexuales. En el fondo sabía que lo que hacía estaba mal y que no estaba viviendo los valores que me inculcaron en mi familia.
Me acerqué al sacramento de la Reconciliación para confesar mis pecados: quería hacer las cosas mejor. Terminé con mi novio y sentí que mi vida empezaba a mejorar. Intenté disfrutar del tiempo en familia, hice nuevos amigos y sentí que pertenecía a un grupo de amigos cool. A pesar de todo, mi miedo al rechazo era tan profundo que estaba obsesionada con mi apariencia y con demostrar que era inteligente, que era alguien. Tuve un segundo novio, y pronto me sentí muy unida a él. En ese momento, pensaba que era lo mejor que me podía pasar y estaba dispuesta a hacer todo lo que él necesitara. Durante ese tiempo, volví a estudiar para obtener el título de ingeniera. Cuando tuve que hacer las prácticas en otro estado, mi novio me acompañó y decidimos vivir juntos. En el fondo de mi alma y de mi mente, sabía que no estaba haciendo lo correcto. Sin embargo, en ese momento, él era la persona más importante en mi vida: ocupaba el lugar de Dios.
Después de seis años de relación y tres años de convivencia, todo se acabó. Él decidió dejarme. De repente, me sentí vacía. Olvidé quién era, lo que quería y no tenía ni idea de qué hacía en este mundo. Me senté en mi nueva casa, desesperada y con el corazón roto, y de pronto oí las campanas de la iglesia cercana que indicaban la hora de la Misa. Corrí al oír las campanas, participé en la Misa y fui consolada por el Señor. Lloré como nunca antes lo había hecho. Seguí yendo a la Misa y a la adoración todos los días, pero sabía que necesitaba un cambio radical en mi vida. Le rogué a Dios que me diera otro trabajo en un estado diferente.
Después de seis meses de entrevistas y cuando ya no me quedaba dinero, ¡conseguí un nuevo trabajo! Era en la industria automotriz y lejos de esa ciudad. El Señor me dio el trabajo que necesitaba para sanar mis heridas.
Gracias a mi nuevo empleo, empecé a viajar a Estados Unidos. Finalmente, la empresa me trasladó a Michigan para colaborar en un proyecto durante un año. En cuanto puse un pie en Michigan, mi corazón se llenó de paz. ¡Me sentí tan contenta! ¡El Señor bendice Michigan! Estaba tranquila y feliz aquí. Pronto conocí al equipo de trabajo que más tarde se convertiría en mi "familia de Michigan". Trabajábamos sin parar, pero éramos muy felices. Durante ese año, rezaba todos los días para que el Señor me diera la oportunidad de vivir en Michigan de manera permanente.
En febrero de 2020, conseguí un nuevo trabajo que me permitió establecerme en Michigan. Luego vino la pandemia de COVID-19 y no pude regresar a México para despedirme de mi familia y amigos como hubiera querido. Fue difícil estar lejos de mis seres queridos en ese momento de incertidumbre global, pero sabía que Dios me quería aquí. Él permitió que me quedara en Michigan, y cuidaba de mí en todos los aspectos, proporcionándome ayuda, un hogar, alimentos, amistades y compasión. En cada detalle de mi vida, Dios estaba y sigue estando a cargo.
Los años 2020 y 2021 representaron un período de transición en el que tuve que adaptarme a varios aspectos de mi nueva vida en Estados Unidos, como el idioma, la comida, mis amigos y las costumbres. Aunque me sentía feliz, aún llevaba las marcas dolorosas del pasado. Cargaba con cada pecado, cada persona, cada situación adversa. Estaba avergonzada y profundamente afectada emocionalmente.
Luchaba contra la ansiedad y el pecado de la lujuria. Una tarde mientras estaba en casa, comencé a ver una película sobre Nuestra Señora de Fátima. Durante la escena en la que los niños gritan "Ave María" y Ella aparece iluminada, sentí su presencia en mi apartamento. Por la gracia de Dios y la ternura de mi Madre María, comprendí el daño y la ofensa que le estaba causando a su hijo. Ella también me estaba mostrando cómo sangra su corazón inmaculado.
Durante la pandemia, las iglesias permanecieron cerradas, así que veía la Misa en televisión. Después de unos meses, mi iglesia empezó a celebrar Misa en el estacionamiento. Al principio, iba a la Misa dominical y, una vez que abrieron la iglesia, a la adoración. Sabía que cada vez que comulgaba y visitaba la capilla de adoración estaba recibiendo a Jesús, pero no entendía muy bien cómo.
Un domingo, después de la Misa por televisión, empecé a ver un video que explicaba los milagros eucarísticos, como los relatos de Carlo Acutis, ¡y entonces finalmente comprendí que era a Jesús a quien yo recibía en la Eucaristía y durante la adoración!
Mientras tanto, seguía luchando contra la ansiedad y le pedía al Señor que me ayudara, diciéndole: "Voy a Misa, visito a Jesús en la capilla de adoración, rezo el rosario. ¿Cómo es posible que siga sintiéndome así?" Un lunes después del trabajo decidí ir a la iglesia, oí las campanas y me dirigí hacia la puerta. Como estaba cerrada pensé: "Que raro, están llamando a Misa, ¡pero la iglesia está cerrada!". Volví a mi coche y escuché las campanas otra vez. Intenté abrir la puerta de nuevo sin éxito, pero esta vez mi ángel de la guarda hizo que levantara la vista. En ese momento, vi una tarjeta que ofrecía un retiro de sanación: el John Paul II Healing Center venía a Michigan. Esperé ansiosa hasta que finalmente llegó esa semana. Allí, por primera vez, pude abrir plenamente mi corazón al Señor. El Espíritu Santo me estaba sanando. Allí, por primera vez, pude reconocer la voz de Dios en mi corazón. Pude comprender que era una hija amada de Dios, que mi alma tenía un valor enorme y que Él hace hermosas a todas las personas de este mundo, incluyéndome a mí. Por fin pude sentirme a gusto conmigo misma.
A partir de ese retiro, mi vida cambió: continué yendo a la adoración, traté de ir a Misa al menos dos veces por semana y me confesé con frecuencia. Me siento mucho mejor ahora que puedo percibir la presencia de Jesús todos los días, en cada momento, ya sea en el trabajo, en la iglesia, en casa o cuando estoy con mis amigos. Gracias a Él, mi vida tiene un propósito y una misión muy clara: servirle, amar a sus hijos y amarle cada día más.
A través de la Eucaristía, Dios me llamó otra vez para sanarme, restaurarme, transformarme y seguir amándome. Y como dicen los santos ¡Es una verdadera historia de amor! Lo que más me gusta de la adoración es que Él me recibe con su hermosa sonrisa y sus brazos abiertos. Él me llama para que vaya a visitarlo, y amo sentir Su dulce presencia, la paciencia que tiene para enseñarme, ayudarme, guiarme, escucharme, hablarme. Todo mi corazón se llena de alegría y amor por Él.
Jesús ha sido mi amigo, podría decir que mi mejor amigo. Él ha sido mi confidente, mi maestro, mi médico... mi Señor, mi Dios y mi todo. Siento que puedo verlo, porque, aunque mis ojos no pueden, ¡mi corazón sí!
Durante la Misa, el cielo está tan cerca que casi puedo ver a mi Señor. La Misa es tan maravillosa que muchas veces experimento al Espíritu Santo derramando su amor sobre todos los presentes.
Mi alma tiene sed de recibir a Jesús en la Eucaristía, mi alma se siente ansiosa como se sienten los bebés cuando su mamá está por darles de comer.
Me enamoré de Jesús. Por fin tengo una relación auténtica con la Santísima Trinidad, con la Virgen María y San José, mis padres del cielo, y con mi hermoso ángel de la guarda. Jesús me presentó a sus amigos, ¡los santos! A la querida Santa Mónica, y a todos mis amigos del cielo. Mi vida cotidiana, mi vida de oración y mi vida profesional cambiaron rotundamente. El Señor me ha llamado a amar a sus hijos con más fuerza. Esto implica un reto, pero compartir el amor del Señor realmente vale la pena. Con el corazón y los ojos de Jesús desarrollé un profundo amor por mis compañeros de trabajo, mis jefes y mis amigos. Ahora sé que Dios está conmigo. Puedo sentir Su presencia todos los días.
Hasta la próxima
VIVE LA EXPERIENCIA
Jesús está realmente presente. Jesús siempre está contigo. Siéntate en su presencia y ábrete a su voz.